05 Ago 6 agosto 2017
Domingo de la 18ª semana del tiempo ordinario.
Lectura de la profecía de Daniel 7, 9-10. 13-14
 Miré y vi que colocaban unos tronos. Un anciano se sentó. Su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas; un río impetuoso de fuego brotaba y corría ante él. Miles y miles lo servían, millones estaban a sus órdenes. Comenzó la sesión y se abrieron los libros.
 Seguí mirando. Y en mi visión nocturna vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo.
 Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia.
 A él se le dio poder, honor y reino.
 Y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron.
 Su es un poder eterno, no cesará.
 Su reino no acabará.
 Palabra de Dios.
Sal 96, 1-2. 5-6. 9 
 ANTÍFONA: El Señor reina, altísimo sobre toda la tierra.
 El Señor reina, la tierra goza,
 se alegran las islas innumerables.
 Tiniebla y nube lo rodean,
 justicia y derecho sostienen su trono.
 Los montes se derriten como cera ante el Señor,
 ante el Señor de toda la tierra;
 los cielos pregonan su justicia,
 y todos los pueblos contemplan su gloria.
 Porque tú eres, Señor,
 Altísimo sobre toda la tierra,
 encumbrado sobre todos los dioses.
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pedro 2 Pe 1, 16-19
 Queridos hermanos:
 No nos fundábamos en fábulas fantasiosas cuando os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, sino en que habíamos sido testigos oculares de su grandeza.
 Porque él recibió de Dios Padre honor y gloria cuando desde la sublime Gloria se le transmitió aquella voz:
 «Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido».
 Y esta misma voz, transmitida desde el cielo, es la que nosotros oímos estando con él en la montaña sagrada.
 Así tenemos más confirmada la palabra profética y hacéis muy bien en prestarle atención como una lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte el día y el lucero amanezca en vuestros corazones.
 Palabra de Dios.
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 17, 1-9
 En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto.
 Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.
 De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
 Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús:
 «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías».
 Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía:
 «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
 Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.
 Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo:
 «Levantaos, no temáis».
 Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.
 Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó:
 «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
 Palabra del Señor.		
 
 			  
 			  
 					