Vacunados de espanto

Vacunados de espanto

Ante Jesús nadie se queda indiferente. O se le acepta o se le rechaza.

Aquella mañana, en Nazaret, los fieles judíos se quedaron entusiasmados con las palabras con las que interpretaba a Isaías. Palabras que -inoculadas- no producían el efecto deseado.

Así comienza el artículo de opinión publicado en nuestra revista Icono por Manuel Romero.

Nos encantan las palabras hermosas que adulan y acarician el oído. Y más, si estas se pronuncian en una homilía y nos relajan el corazón y justifican nuestra manera de vivir. Pero no son estas palabras las que nos mueven. Son palabras que se lleva el viento porque no obligan a nada; ni tan siquiera a aceptar a la persona que las pronuncia.

Pero, ¿y si no nos dan la razón? ¿Y si esas palabras nos denuncian y nos retratan? Han pasado muchos siglos desde que Jesús fuera rechazado por sus vecinos por sus palabras. Sin embargo, nosotros no hemos cambiado tanto. No nos gustan las palabras que se clavan como dardos en el corazón nos provocan dolor y desazón. Y menos, si éstas se escuchan en la misa y critican nuestra manera de actuar. Inmediatamente, y sin caer en la cuenta de nuestra contradicción, rechazamos a la persona que las pronuncia.

La manera más recurrente de desautorizarle es mirar su origen y descubrirle -ante los demás- tan humano o más que nosotros. Y la desautorizamos de múltiples maneras, echando sobre ella nuestra frustración.

VIVIR EN VERDAD

Algo así vivió el profeta Jeremías, también Jesús, y se actualiza cada vez que uno quiere ser coherente y veraz. Acoger la crítica por lo que han supuesto nuestras palabras es prueba de madurez y, a la vez, de una pizca de locura. A pocos les gusta pronunciar las palabras que Dios precisa cuando quiere corregir. A nadie le apetece ser la diana de las quejas cuando las palabras escuecen y obligan. Sin embargo, son necesarias. Y forman parte de uno de los carismas comunitarios para vivir en verdad. Una especie de auditoría interna que se soporta y se sufre.

Ahora, ¿quién lo hace? ¿A quién le corresponde? Comprender su origen -la decisión de Dios- nos suaviza su rechazo. Es Él quien pone palabras en la boca de hermanos y hermanas que nos guían y educan.

El complicarse la vida por los otros fue la praxis de Jesús y la manera de entregarse de algunos de la comunidad cristiana. Como gracia de una llamada al servicio. Sólo así se puede entender la autoridad entre nosotros, Cuerpo eclesial.

Ser indiferente ante esta realidad es un síntoma de falta de confianza en un Dios vivo que vela por sus hijos. Y ninguno de nosotros puede perder el tiempo en cuestionamientos estériles sobre la elección del Espíritu y la torpeza de algunos.

Hoy que andamos entre vacunas podemos comprender que lo que hacemos es por bien de nuestros hermanos y para servir con eficacia. Genere la reacción que genere en los que observan.

Es bueno estar vacunados contra el espanto.

Aquí puedes ver el artículo publicado en Icono.